Buenos días estimados, adorados, amados y sobre todo fieles seguidores de estas mis andanzas en la red.
En primer lugar tengo que pediros disculpas por la entrada de ayer, la amiga DUQUESA se pasó un poco, pero como entre los animales, a diferencia de lo que ocurre con los humanos, no tenemos ningún tipo de censura, cada ser vivo se manifiesta tal y como es.
Ayer conocí la noticia de que el bueno de Sarkozy y la bella Carla habían maridado en ceremonia íntima en Palacio del Elíseo. Mi amo, que farda de cultureta, me comentó que desde la Revolución Francesa, allá por el año 1789, sólo tres personajes que han ostentando la máxima magistratura de la nación francesa hubieron contraído nupcias en el ejercicio de las misma.
El primer de ellos fue el gran Napoleón quien casó con Josefina, de la cual tuvo que divorciarse por su esterilidad. El pequeño gran corso, en el delirio de su propia grandeur, quiso perpetuar su legado utilizando el mismo sistema que tenía para ello el Antiguo Régimen, aquella forma de gobierno y de estructurar la sociedad que la guillotina revolucionaria quiso cercenar para siempre, es decir la continuidad dinástica por el único mérito de la cuna. Consiguió su propósito gracias al nacimiento de un vástago desgraciado, el Rey de Roma, fecundado en el vientre de la más rancia aristocracia europea, de la imperial realeza austro-húngara. Pero de nada sirvió su sueño, Napoleón fue derrotado en el campo de batalla de Waterloo, fin del imperio de los cien días, e inició del letal destierro en la Isla de Santa Elena.
Napoleón III, su sobrino, revolucionario carbonario, quiso y logró restaurar el imperio de su tío. No contento con ello se embarcó en aventuras internacionales, también imperiales, como la mejicana, que acabó con el fusilamiento del efímero emperador de los antiguos aztecas. Casó con la sevillana Eugenia de Montijo, aristócrata de la vieja España. Napoleón III tuvo también su fín en el campo de batalla, en la batalla de Sedán de 1870, esta vez a base de bayonetazos y cañonazos prusianos.
Ayer Sarkozy, el Presidente de la República francesa, hizo lo propio con la bella Bruni. Quizás quiso emular a la dinastía napoleónica, o simplemente fue una casualidad de esas que de vez en cuando se producen en el devenir histórico. Nosotras, las perritas de Casalarreina deseamos lo mejor para los recien casados y sobre todo que el triunfador Sarkozy no tenga ni su Sedán ni su Waterloo.
Las tres mujeres, protagonistas de esta historia, son muy diferentes entre sí. Quizás la mayor sintonía pueda producirse entre Josefina y Carla, doña Eugenia de Montijo fue una gran señora. Josefina fue una mujer muy avanzada para su tiempo y cuando ella desapareció de la vida de Napoleón, la estrella del corso comenzó a apagarse. Igual resulta que la verdadera analogía sea la de Josefina con Cecilia y puede que Carla signifique el ocaso de la estrella del Napoleón del siglo XXI. En la Historia encontraremos la respuesta.
Pero como dice mi amo, una mala noticia, estas mujeres tan perfectas sobre el papel de las revistas y sobre todo en el imaginario de los hombres, nunca deberían casarse. Su matrimonio es poliándrico, con millones de humanos, pero a la vez tan platónico como si de Atenea o Artemisa se tratase. Las diosas deben estar en el Olimpo, lejos de los humanos, cercanas sólo en la imaginación, arquetipos ideales, realidades divinas.
Si Sarkozy ha provocado, con este matrimonio, las iras de Zeus, aunque se cubra con miles de escudos no podrá evitar que algún rayo divino le alcance. Y es que al Olimpo no se accede sin haber logrado la inmortalidad y ello para los humanos significa la posteridad.
Como dicen los galos de las epopeyas de Axterix y Obelix: ¡QUE EL CIELO NO SE DESPLOME SOBRE NUESTRAS CABEZAS!
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